No es un secreto, todo el mundo sabe que un gran número de mexicanos vive en Estados Unidos, y que muchos de ellos lo hacen de manera ilegal. Millones de familias se encuentran divididas por el llamado “sueño americano”, mientras unos se van a buscar mejor suerte, otros se quedan a la espera de un regreso que posiblemente no llegará.
Noé Alí Sánchez Navarro / @noesanz
El caso de Edgar Tamayo, el mexicano acusado de homicidio y ejecutado en Estados Unidos hace algunos días, generó gran controversia y sacudió a la sociedad. Los medios brindaron una amplia cobertura, y algunos políticos y líderes sociales hicieron pública su indignación, pero fue demasiado tarde.
La historia de Tamayo deja entrever una herida que lejos de sanar y encontrar remedio, se agrava y profundiza más, es la realidad en la que viven muchos mexicanos, que ante las pocas o nulas oportunidades de desarrollo económico, decidieron ir en busca del “sueño americano”.
Desde hace muchos años, México se ha venido convirtiendo en un país que exilia a sus ciudadanos, y desgraciadamente, la sociedad parece haberse acostumbrado a ello. Hoy en día, ya no se trata sólo de aquellos que se han ido con la intención de conseguir un mejor empleo. Ahora, también hablamos de los miles de desplazados, que a consecuencia de la violencia y la inseguridad que se vive en la mayoría de los estados, han tenido que buscar refugio en el vecino país.
Los números, aunque parezcan fríos, permiten tener una ventana de lo que representa este fenómeno social. Según las estadísticas, en Estados Unidos viven aproximadamente 12 millones de personas en calidad de indocumentados, y la mayoría de ellos son provenientes de México.
Es una realidad que la sociedad migrante cada vez enfrenta ambientes y problemas más complejos y hostiles, principalmente en materia de derechos humanos. En el caso de los mexicanos que radican como ilegales en Estados Unidos, viven bajo el peligro inminente de ser deportados, situación que representaría separarlos de sus familias y dejarlos a su suerte.
Los casos no son menos, basta con asomarse a lo que publican los medios latinos y los mismos testimonios de los indocumentados, para darse cuenta que las cosas no han mejorado, al contrario, prevalece el abuso, la discriminación, la desigualdad y en muchos casos la violencia hacia los migrantes.
Hay con frecuencia un serio enjuiciamiento hacia el gobierno de los Estados Unidos por la situación que viven los indocumentados, y aunque definitivamente existe responsabilidad, creo que también tendríamos que pensar en lo que en México (no) estamos haciendo para que cada año, miles y miles decidan irse convencidos de no regresar.
Los mexicanos que se fueron no lo hicieron por gusto, y aunque los motivos puedan parecer muchos, la realidad, es que todo se centra en la falta de oportunidades, la desigualdad y la marcada pobreza que encuentran en sus lugares de origen.
Convencidos de que conseguirán un ingreso económico mayor que en México, se van a sabiendas de que difícilmente van a regresar, pero tristemente, también lo hacen totalmente convencidos de que aquí, en México, no caben más.
Para muchos de ellos, lo ilegal se ha convertido en lo cotidiano, acostumbrados a utilizar documentos falsos para poderse mover con relativa tranquilidad, desde licencias de manejo hasta pasaportes, construyendo una nueva identidad en la que está totalmente prohibido decirse o parecer mexicano.
Aunque pudiera parecer que los que viven en esas circunstancias llevan una vida normal y serena, es un hecho que la ilegalidad y clandestinidad fracturan la libertad. A esto hay que añadir que al dejar su lugar de origen e imposibilitados para volver, el lazo familiar termina por verse seriamente quebrantado.
El flujo constante de mexicanos pretendiendo entrar a Estados Unidos, que incluso para hacerlo ponen en riesgo su vida, al intentar cruzar el río o enfrentar las inclemencias del desierto, pone de manifiesto que México no es patria para todos sus hijos.
Desgraciadamente, también como sociedad, nos hemos acostumbrado a que algunos se tienen que ir, haciéndonos a la idea de que no todos cabemos en este país. Y así, le abrimos la puerta trasera a millones de generaciones que no encontraron su lugar aquí y se fueron sin tener boleto de regreso.
El precio del “sueño americano”, se paga con la libertad, la familia y en muchas ocasiones hasta con la vida. Al perseguir ese sueño, la culpa no es sólo de los que se van; de las tragedias al cruzar la frontera y de los huérfanos de la patria, todos tenemos cierta responsabilidad.
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